El ocaso

Caía la tarde en el malecón y la luz dejaba un nostálgico recuerdo del día sobre la cubierta de los barcos. Paula nunca hubiese podido predecir que a tanta belleza le sucedía una noche que la dejaría en un nuevo inicio.

Sentada, leyendo, sentía pasar marineros, parejas, sentía el correr de los niños y el suave andar de los ancianos. Levantaba su vista de vez en cuando para perderse en el horizonte, viajando a tierras desconocidas, besando labios aventureros, huyendo de la ciudad para refugiarse en una piel que le dejara sudores y jadeos.

Estaba aislada del mundo y las miradas.

A su lado se sentó un anciano. La soledad le corría por las mejillas y el brillo de sus ojos reflejaba el color de la tarde con una expresión desconsolada de tristeza.

Ella siguió saltando entre páginas y horizonte sin hacer mayor caso al anciano hasta que de pronto este dijo al viento:

– Si tan sólo hubieras elegido bien… cuánto bien te habrías hecho… cuánto bien me habrías hecho…

Volteó con sorpresa y preguntó:
– ¿Disculpe señor?

– ah… recordando a mi niña. Le dijo sin siquiera mirarla

– Señor disculpe…  ¿lo puedo ayudar en algo?

El anciano volteó aún más triste, con una lágrima jugando entre su ojo y sus pestañas, luego volvió su mirada al mar y siguió sus palabras.

– Éramos una promesa en vida. Sabíamos ser felices al principio y seguimos queriéndonos día tras día. Nunca imaginamos que nos iría tan bien juntos. Se nos hizo hermosa la vida por días, semanas, algunos meses… menos de lo que hubiese querido… mucho menos…

Una segunda lágrima impulsó a la primera y otra más hizo que el anciano secara sus ojos enjugando el puño de su camisa.

Paula, que en otro momento se hubiese ido del sitio sin ningún problema, sintió que algo le retenía en el lugar. Viendo al anciano, sintió compasión. Esa voz le resultaba familiar y las facciones del anciano empezaban a confortarla.

Luego de un breve silencio el anciano continuó.

– Todo iba bien, habíamos pasado algún tiempo compartiendo experiencias, pero de pronto un deseo nos hizo cruzar las fronteras y entregarnos a la aventura de una vida juntos, o por lo menos eso creía yo; pero nunca nadie fue suficiente… ni yo ni nadie… quería ser yo. El final de su búsqueda, el ganador de su amor incondicional y exclusivo; ver el final de mis días a través de sus ojos, pero no fue así. Tuvo que seguir buscando – dijo con tono sarcástico y con especial acento en este último verbo – y no me quedó más remedio que continuar con mi vida.

Paula había caído en una intriga ante tal relato, no sólo por las palabras sino porque cada vez más sentía conocer a aquel extraño anciano. Sentía tanto aquel amor que expresaba de una manera tan grande y pura que no tardó en sentir una gran ternura y a la vez una enorme tristeza. De pronto le preguntó al anciano.

– Dígame señor, ¿hace cuánto se fue esa mujer que le causa tanta pena?

– Ya perdí la cuenta. Su recuerdo ha vuelto de una manera más violenta desde hace días, ya cuando me siento más cansado y la única manera que tengo de vivir ahora, es recorrer el mundo y ver todos aquellos parajes que se que le hubiesen encantado… que quise compartir con ella y no me fue posible.

– Lo siento mucho mi señor. Es una pena que un amor tan grande no haya sido correspondido.

– Quizás lo fue por momentos, o por lo menos eso me gusta pensar, pero duró tan poco… tan poco…

– y… disculpe la indiscreción, se que es una pregunta difícil, pero ¿a dónde se fue?

– A lo más profundo de las consecuencias.

– Disculpe, pero no lo entiendo.

– Por más amor que uno ofrezca, nunca habrá garantía de que este sea suficiente, de que sea correspondido con la misma intensidad, o que simplemente sirva de base para un “por siempre”. Ella prefirió seguir buscando algo que nunca supo que era y ya nunca encontrará; ella murió hace más años de los que mi tristeza pudo soportar.

– Lo siento mucho… de verdad que lo siento…

El anciano hizo una pausa mientras la miraba con una mezcla de extrañamiento y lástima. Luego prosiguió sin dejar de mirarla.

– ¿Lo sientes? ¿Por qué? La vida se hizo para llevarnos por un laberinto de decisiones de las que no vale la pena arrepentirse. Se puede corregir el rumbo en algunas oportunidades, pero en otras hay que entregarse a la irremediable amargura de las consecuencias.

A Paula le recorrió un gélido aire por la espalda, de pronto toda aquella escena le parecía demasiado familiar. Era como si el momento se hubiese detenido y aquel rostro, momentos antes desconocido, cobrara vida en sus más íntimos recuerdos.

La memoria volvió a ella como un relámpago y de pronto sintió como todo se desvelaba frente a ella. Los labios le temblaban al igual que las manos de una manera febril. Estaba petrificada, sin palabras, hasta que el anciano interrumpió aquel pánico.

– Ya empezaste a recordar – dijo con una sonrisa tierna – tardaste un poco más de lo que esperaba pero finalmente recordaste. Siempre te quise mi niña, hasta el mismo día de mi muerte el brillo de mis ojos te perteneció.

Paula no salía de su asombro y pronto un par de lágrimas resbalaban sobre su hermosa piel. De pronto, como quien despierta de una pesadilla, Paula saltó de su asiento quedando como una estatua frente al anciano y con el miedo en sus entrañas gritó.

– ¿Qué es esto? ¿De qué me está usted hablando? ¿Quién rayos es ust…?

Todo terminó de esclarecerse. Paula cayó sentada nuevamente en el banco y sus brazos vencidos le pesaban más que si cargara el mundo.

– ¿Qué fue lo que pasó? – Dijo Paula de pronto – ¿Qué es todo esto?

Con la mayor de las dulzuras el anciano le acarició el rostro y le dijo.

– Fue hace muchos años cuando decidiste romper nuestra relación. Todo lo que te he contado esta tarde es mi visión del cómo pasaron las cosas y es en este momento cuando por fin tuve la oportunidad de decírtelo. Fui a tu entierro pero no me atreví a acercarme a la tumba, a cruzarme con tu familia.

– Pero ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué morí?

– Seguiste, como dije hace un momento, tu camino en búsqueda de algo que nunca supiste. Dejaste tu calor en cien camas, tu aliento en otras pieles y tu soñado éxito no fue más que un castillo de arena que nunca supiste ver. Una de tus tantas relaciones te condenó a una grave enfermedad que acabó con tu vida en poco tiempo. Sé que sufriste; que tu millón de amigos se convirtió en tus 4 compañeros de siempre y que mi cobardía no me permitió verte morir. Ayudé en lo que pude desde lejos con la condición del anonimato, pero ver tu rostro perfecto, tu hermoso cuerpo, tu cabello de ángel irse convirtiendo en cenizas aún en vida… simplemente no pude.

Paula rompía en llanto inconsolable hasta que con el poco aliento que dejaban sus jadeos preguntó.

– Si fue hace tanto tiempo, ¿cómo nunca lo supe? ¿Cómo es que estoy aquí leyendo como si nada? ¿Cómo es que viniste precisamente tú a decírmelo?

– Nunca quisiste aceptarlo, lo viste como otra aventura más de tu andar infantil. Nunca quisiste afrontar la realidad por mucho que decías que la veías a diario a la cara levantándote triunfal en todo momento. Te quisiste quedar aquí buscando otro sueño que te hiciera creer que estabas bien, tal y como siempre lo hiciste en vida. Vine yo, porque fui el único, sincero amor que le fue fiel a tus locuras y tus arranques, fui tu última oportunidad de que encontraras eso que decías que querías; después de mi, la vida dejó que te condenaras pues ya no tenías remedio. Vine yo, porque acabo de morir y quiero llevarte a que tengas paz; no pude hacerlo en vida, pero me gustaría hacerlo en muerte.

Paula abrazó al anciano apasionadamente y sus lágrimas se fueron secando en la chaqueta de este antiguo y fiel amor. Se separaron hasta quedar frente a frente y con la dulzura más grande que podía haber se besaron tiernamente en los labios. El anciano le tomó la mano y levantándose ambos caminaron juntos entre todas aquellas personas que pasaban pero no los advertían hasta que poco a poco quedaron fundidos en el ocaso que apagaba aquel malecón para siempre… de la mano… juntos.


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